martes, 24 de marzo de 2020

Blanquita

Cuando era niña, tenía a mis dos abuelas vivas.
Ahora sólo me queda Isabel, la madre de mi padre. 
Pero en realidad deseo recordar a mi otra abuela, la Blanquita, quien era muy tierna y estricta.

Siempre iba a su casa a tres cosas: A ayudar en los quehaceres del hogar, a leerle o a comer cosas ricas que preparaba.
Siempre iba en la mañana y la encontraba sentada en su banca tomando sol después de haber terminado su oración matutina. Admiraba la fe que tenía hacía su Dios y la humanidad.

De la blanquita podría contar muchas cosas, pero en mi mente yo la recuerdo así:

1. La Blanquita ayudaba a mucha gente, principalmente a familiares y vecinos. Ella era una especie de patrona (me retaría por decir eso, era evangélica) que salvaba a otros de las deudas económicas.
Claro que yo dudo que estuviese bendecida por obra y gracia de su señor Jesucristo. Más bien, tenía una capacidad admirable de ahorrar, capacidad que podía ser confundida con tacañearía, pero no está en mis memorias la tacañearía como una cualidad de ella. 

2. La Blanquita siempre regalaba ropa interior para los cumpleaños. Y cuando su artritis lo permitía regalaba calcetines tejidos por ella. No es que fuese una gran diseñadora, pero pensaba que debías estar abrigadita de pies para poder enfrentar el invierno. Yo igual quedé resentida, porque la salud nunca la acompaño para mi cumpleaños (o eso prefiero creer).

3. La Blanquita no sabía leer, pero nadie le hacía lesa con las cuentas. Por eso cada vez que la visitaba, le leía documentos, cartas que le llegaban y aveces le leía pasajes de la biblia. Leerle la palabra de su Dios era lo mas fome, pero me gustaba verla contenta. Aunque admito que miraba su rostro de ingenuidad porque ella pensaba que así yo sentiría el bendito llamado. Lastima que nunca sucedió. 
También le leía las cartas que yo le escribía para su cumpleaños, para el día de la madre, y para la mayoría de las festividades. Creo que de niña, fue la única adulta a quien le leí mis sentimientos Y ella me miraba con su carita tiernucha, pensando que me hacía más feliz a mi leerle mis cartas que a ella escucharlas.

4. La Blanquita sabía cuando iba a morir. Otra habilidad que nadie se esperaba. Era seca. 
Poco después de su accidente en el cual quedó con demencia vascular, tuvo un destello de lucidez y volvió a ser la Blanquita tan despierta y ágil de siempre. 
Esos días visitó de manera adelantada a nietos que estarían de cumpleaños para dejarles sus respectivos regalos. Reunió a toda la familia en una cena y ahí se despidió de cada uno. 
Ella dejó tareas y encargos a personas especificas de mi familia. Yo pensaba que estaba liberada de toda tarea transcendental que ella dejó. Pero en realidad, era un mensaje y tarea para todos. Ella quería que no perdiéramos esa capacidad de conectarnos y cuidarnos. 

5. La Blanquita se fue cuando yo tenía 10 años. No fui apegada a ella, como no lo fui con ningún adulto en mi infancia. Pero ir a visitarla era un alivio. Aún hay veces que la siento un alivio en mis memorias.

La Blanquita, sólo se llamaba Blanca. Era mujer, pero mujer migrante, mujer y madre, mujer soltera y mujer indígena. No tenía color político, pero sé que era roja por dentro y todo eso define mucho lo difícil que puede ser la vida para alguien así.

Blanca era hija del desierto como yo, morenita como yo, y lo mas tiernito, chiquitita como yo.

viernes, 30 de mayo de 2014

La Vida de los Peces

“…Pero te mentiría si te digo que no pienso en cómo será otra vida, cómo será estar contigo. Si hubiéramos tenido hijos, si estaríamos en medio en una tormenta de nieve, o en un verano recorriendo un pueblito empedrado, o las cosas simples: comprar fruta, pagar alguna cuenta, ir a comprar un regalo. No es que esté mal, no es que no quiera lo que tengo. Es solo que no puedo evitarlo, quisiera asomarme y mirar, mirar otra vida…”

sábado, 5 de abril de 2014

Lejos de sí.


Te presentí en mi vida cuando Susana te mencionó por primera vez. En ese mismo instante sin habernos visto antes, incorporé fragmentos que los otros dibujaban de ti. Y así continúe recogiendo tus piezas hasta que nos «conocimos».
Inconscientemente planeé nuestros encuentros. Inconscientemente porque traté de parecer desinteresada pero siempre visible en cada lugar que frecuentabas. Me transformé en un misterio capaz de seducirte en las dimensiones que más te cautivan del ser humano.
Cuando salíamos y conversábamos, sonreía al verte porque me parecía extraordinaria la forma en que te presentabas ante mí; siendo la copia exacta de la imagen que yo había construido. 
No niego que la sensación de saber más de lo que tú suponías que yo sabía, era halagadora. Me sentía con el control necesario, ocultando todas las inseguridades de mi personalidad. 
No me creas frívola. Yo realmente era muy feliz y te amaba. El hecho de sentirme segura a través de mis acciones, hacía que yo pudiera ser dichosa a tu lado. Sin embargo las cosas cambian. Y así como escarbaba en ti, lo comencé a hacer en mí a través de tus ojos. Veía que amabas a una mujer que no existía, porque era una invención construida para auto protegerme. 
Comencé a acariciar la idea de que todo era una mentira, tan perfecta que incluso yo misma me había engañado. Era falsa cuando te sonreía, cuando te besaba, cuando te hablaba, cuando me enojaba, cuando lloraba. Nada de eso era espontáneo. Yo era una muñeca jugando a sentir, a ser normal, a ser amada, a tantear un mundo que para mi era desconocido. 
Si supieras qué difícil es vivir en esa dualidad. Querer amar y evitarlo. Y para hacer ambas no te queda más que alejarte de ti misma.


domingo, 15 de diciembre de 2013

Genealogía de un Nombre.

Cuando mi madre llegó conmigo en brazos a casa de mis abuelos, hubieron varias reacciones de felicidad, de miedo y resignación.
- ¡¿Jazmín?! bah... mejor le hubiesen puesto Jazmina. - Vociferó mi abuelo materno que estaba sentado en la mesa del comedor junto a mi hermana mayor. "Jazmín" no le parecía un nombre feo, sin dudas para él Jazmina era mucho mejor. Pero quizás, detrás de esas palabras había oculto cierto recelo, porque fue mi abuelo paterno quién me nombró como justamente hoy me llamo. Mientras que él sólo pudo conformarse en elegir mi segundo nombre: Alejandra. 
Él murió cuando yo apenas había cumplido un año de vida. Nunca lo llegué a conocer, y me hubiese encantado hacerlo, no por ser mi abuelo padre de mi madre, sino, porque a estas alturas me parece una persona que en vida era muy interesante. De él habría heredado algo más tangible que el segundo nombre, mi madre y los genes. Por ejemplo, su gusto por la música, su talento para tocar la guitarra. Talento que ninguno de sus hijos heredó, probablemente porque ninguno sintió la curiosidad como para practicar junto a él. Y ahí quedó el legado de la música de los "Lacaye". Sepultado junto a él en la tumba del cementerio general. Sin embargo su herencia no quedó ahí, él hizo su última hazaña antes de morir, logró llamarme Jazmina. De esta manera se las arregló para que la escena en que mi madre llega conmigo en brazos a casa de mis abuelos, pasara de generación en generación, para que yo un día me diera cuenta de la verdad implícita en mi nombre: "JazminA-lejandra". Una verdad que permaneció oculta hace tanto tiempo y que por casualidad alguien se dio cuenta de la "coincidencia" tan trivial para algunos, menos para mi. Porque mi mente comenzó a atar cabos, a conectar las madejas de recuerdos, de la anécdota y origen de mi nombre que me contaban con tanta gracia. Y me pareció tan extraordinario, que hoy he decidió reivindicar esa hazaña, la última hazaña del  hombre a quién me hubiese gustado conocer. 

lunes, 21 de octubre de 2013

Rutinas


Nunca le pregunté. Nunca me interesé demasiado. Probablemente pensaba que, si lo hacía, diría una burrada como siempre. Entonces prefería observarla y escucharla desde el silencio antes que la decepción inmediata.

Yo tenía mis sospechas, y recuerdo que me sumergía en una ola de pensamientos cuando incrustaba mi mirada en su figura y en sus movimientos, desde cómo se levantaba de mi cama, hasta cómo veía deslizar su cabello por su desnuda espalda bailando por la casa hasta encontrar el «libro», el mismo libro de siempre con la misma rutina melódica que me envolvía todas las mañanas para perderle al cruzar el baño cerrando la puerta con una delicadeza genuina pero devoradora, como aquel que cierra la puerta de su alma para esconder su naturaleza.

Claro que la pobre no imaginaba que yo era todo espectador de esa ausencia melancólica. Y allí, en aquel lugar de nuestra casa, quizás ella podía encontrar su pedacito de privacidad. Alejarse de mí, de mi presencia absorbente en su vida y de mi soledad avasalladora. Quizás ahí, encontraba su escondite con aquel libro que jamás leí probablemente para mantener intacto el misterio. Tal vez en ese escondite suyo, ella lograba encontrar una epifanía en su vida.

Seguidores

Popular Posts