lunes, 21 de octubre de 2013

Rutinas


Nunca le pregunté. Nunca me interesé demasiado. Probablemente pensaba que, si lo hacía, diría una burrada como siempre. Entonces prefería observarla y escucharla desde el silencio antes que la decepción inmediata.

Yo tenía mis sospechas, y recuerdo que me sumergía en una ola de pensamientos cuando incrustaba mi mirada en su figura y en sus movimientos, desde cómo se levantaba de mi cama, hasta cómo veía deslizar su cabello por su desnuda espalda bailando por la casa hasta encontrar el «libro», el mismo libro de siempre con la misma rutina melódica que me envolvía todas las mañanas para perderle al cruzar el baño cerrando la puerta con una delicadeza genuina pero devoradora, como aquel que cierra la puerta de su alma para esconder su naturaleza.

Claro que la pobre no imaginaba que yo era todo espectador de esa ausencia melancólica. Y allí, en aquel lugar de nuestra casa, quizás ella podía encontrar su pedacito de privacidad. Alejarse de mí, de mi presencia absorbente en su vida y de mi soledad avasalladora. Quizás ahí, encontraba su escondite con aquel libro que jamás leí probablemente para mantener intacto el misterio. Tal vez en ese escondite suyo, ella lograba encontrar una epifanía en su vida.

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