domingo, 14 de agosto de 2011

Marcela.




Y todos los días iba a visitar a mi amiga Marcela, nos reuníamos en el café Quitor a eso de las 7 de la tarde para tomarnos un café y de paso mirar a dos garzones que se veían muy guapos. Comenzamos a bromear, imaginándolos como futuras conquistas. Fantasías que hace meses no teníamos. 
Hablábamos un poco de política y de algunos acontecimientos nacionales, algo de las películas que hemos visto y eso sería todo. Yo nunca he sido buena para llevar una conversación y sufro bastante cuando hay alguien que es peor que yo, mejor dicho, cuando hay alguien a quien no le interesa lo que tu hablas, aunque en realidad a mi tampoco me interesaba, todo parecía un frivolidad. 
El silencio se rompió (y para mal) cuando preguntó por Amelia, la misma pregunta que me hacía una o dos veces cada semana desde su muerte, y las ideas que tenía para explicarle todo desde el principio ya se me agotaban. La mire como su cómplice, como si ella fuese acreedora de una verdad tan importante que había que mantenerla oculta de nuestros enemigos, entonces sucedió algo que no había sucedido en las últimas cuatro semanas, mencionó sólo una palabra para entenderlo y esa palabra fue libertad. Amelia había sido liberada, eso decía y cuando repetía eso, la tristeza se esparcía por todo el espacio que nos envolvía. 
Cuando la miraba para buscar algún indicio de alegría en sus ojos sólo encontraba falsedad y un indiscutible deseo hacía la muerte, porque el brillo que emanaba las semanas anteriores, se había esfumado como el humo de las grandes industrias, que acallan aún más su crimen contra la vida.
Aunque ella jamás ha intentado dejar este mundo, sé que es lo que mas desea, mira todo desde una pena tan grande que me siento diminuta e inútil, porque lo que más quisiera en la vida es devolver la inocencia y alegría a los espacios más ocultos de su corazón, a los rincones más camuflados de sus pensamientos.
Y esa pena la acompaña siempre, el resto de los días y semanas donde nuevamente hace preguntas y encuentra las respuestas en sus memorias recónditas. a pesar de que olvidaba y negaba una muerte inminente, no olvida así también su pena, la tristeza que se apodera de ella aunque no consciente de su razón. Amelia ya no era la culpable, yo no era la culpable, sus padres no eran los culpables, la única culpable era la vida, y lo que ella más quería era acabar con la suya, su más hermosa venganza por la dicha que le había arrebatado.


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